En Chiang Rai.
En Chiang Rai.

 

A veces, sobre las cinco de la madrugada, me despierto sin saber dónde estoy; no me sitúo hasta que adormilado miro alrededor y reconozco los detalles de la habitación. Esto me pasa por viajar tanto, y por consiguiente, cuesta ubicarse. No me extraña esta situación, pues empezamos un periplo tailandés en Bankog cruzamos a Birmania, regresamos a Tailandia para recorrer toda la región. No sé cuántos caminos, puentes y pueblos habremos cruzado. 


Mirador de los Valles.
Mirador de los Valles.

Chimeneas de hadas formadas en eras prehistóricas, capillas arcaicas que son rocas oscilantes, monumentos graníticos o calcáreos, sedimentos con mensajes de civilizaciones antiguas o con huellas de un pasado trepidante, rocas desparramadas que habían recibido el impacto de las lluvias enloquecidas y que ahora yacen, impasibles, en el paisaje mudo. Todo lo disfrutamos con amplitud de deseos para volver en otra ocasión a la Capadocia.

Se trata de un lugar maravilloso y a la vez fascinante, evocador. Los paisajes cautivan, pero también las emociones que las acompañan, los nombres de los riscos, de los desfiladeros, de los llanos y los aires amontonados.

 

Aquí hay mucha piedra, y mucho más que piedra: orígenes, historia, presente, emociones...


Unos sentimientos de buscar mis raíces andalucíes, son los que, entre otras cosas, me han inspirado una reciente y breve visita a Marrakech, y sobre todo a Ouarzazate, a la que durante tanto tiempo, se le denomina el Hollywood de África por sus paisajes tan peculiares. Y en contraste con esa presunción de la retrohistoria, la verdad es que, después de mi primera estadía, encontré Marrakech como un lugar encapsulado en el tiempo, con un ambiente entre sus gentes muy ajeno a lo que está pasando en el resto del mundo.

 

Intentando expresar esa sensación más poéticamente, yo diría que Marrakech sigue siendo la “ciudad de las mil sensaciones”.